- El catedrático de Duke (EE UU) Allen Buchanan se incorpora al debate sobre el futuro de Cataluña
- Lo hace en el prólogo de la edición española de su libro ‘Secesión'
- El investigador propone una negociación con la mediación de la UE
El nuevo independentismo económico
El movimiento independentista catalán tiene lugar en un mundo en el
que la secesión es cada vez más factible y deseable, al menos para los
secesionistas. Dos acontecimientos fundamentales ocurridos tras la II
Guerra Mundial han posibilitado la aparición de Estados mucho más
pequeños: un régimen de seguridad internacional centralizado formalmente
en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, que incluye una
norma sorprendentemente eficaz contra las guerras entre Estados, y la
expansión de los mercados más allá de las fronteras estatales, llevada a
cabo a nivel global por la Organización Mundial del Comercio y, desde
un punto de vista regional, por la Unión Europea. En el pasado, los
Estados pequeños resultaban inviables o, como mínimo, inseguros, ya que
eran presa fácil para los más grandes y sus mercados nacionales eran
insuficientes para que hubiese crecimiento económico. Ahora que esas
limitaciones al tamaño de los Estados se han eliminado en gran medida,
se plantea la pregunta de si unidades soberanas más pequeñas resultarían
ventajosas y para quién. Al fin y al cabo, las fronteras estatales
existentes no son fruto de una planificación racional o del consenso
democrático; son accidentes históricos que surgieron de procesos que, en
su mayor parte, distaban mucho de ser aceptables desde un punto de
vista moral. (...)
Los argumentos a favor de replantearse las fronteras estatales no se basan únicamente en consideraciones prácticas acerca del incremento de la seguridad y de una mayor libertad de mercado; también tienen sentido desde el punto de vista de los valores democráticos ya que, al menos en algunos casos, la democracia funciona mejor a menor escala.
Algunos secesionistas catalanes apuntan que si una mayoría de catalanes quiere la independencia, el respeto a la democracia exige que les sea concedida. Sin embargo, esto es demasiado precipitado. (...) Existen dos objeciones democráticas fundamentales para apelar a los valores democráticos como justificación de la secesión mediante un plebiscito local. En primer lugar, si la secesión fuese así de sencilla, se correría el riesgo de que la amenaza de la misma fuese utilizada como instrumento de negociación estratégica para minar la toma de decisiones democrática. Al amenazar de manera creíble con abandonar el Estado, una minoría podría, en la práctica, ejercer un veto siempre que los procedimientos democráticos pudiesen producir un resultado no deseado por ella.
En segundo lugar, para que la democracia funcione, lo razonable es que los ciudadanos esperen reciprocidad; tienen que tener la seguridad de que si hoy pierden, mañana ganarán, y tienen que tener suficiente conocimiento sobre sus conciudadanos y sobre sus valores y preferencias para predecir que también ellos aceptarán los resultados de los procedimientos democráticos. Si los límites del sistema de Gobierno fuesen demasiado inciertos, es decir, si pudiesen crearse nuevos Estados cada vez que se formase una mayoría en una zona de un Estado existente, los ciudadanos no gozarían de la garantía de reciprocidad necesaria porque, en tal caso, sería impredecible saber quiénes son sus conciudadanos. (...) Por tanto, no existe un argumento sencillo basado en la democracia a favor de la justificación de la secesión de Cataluña. Sin embargo, el compromiso con la democracia bien entendida sí exige que España se muestre dispuesta bien a dar cabida a un estatus autonómico más sólido y estable para Cataluña o bien a pactar una secesión negociada.
Las diferentes teorías del derecho corrector reconocen una serie más extensa o más reducida de injusticias que dan origen al derecho a la secesión. Mi propia versión de la teoría del derecho corrector reconoce cuatro tipos distintos de injusticia: (i) anexión injusta del territorio de un Estado soberano, (ii) violaciones a gran escala de derechos humanos fundamentales, (iii) redistribución discriminatoria continuada y grave (distribución de los recursos del Estado que perjudica de manera injusta a una región determinada) y (iv) vulneración por parte del Estado de las obligaciones del régimen autonómico intraestatal o la negativa continuada a negociar una forma de autonomía intraestatal adecuada (...)
En el caso de Cataluña, la anexión por parte de la España castellana
tuvo lugar hace tres siglos. Cualquier principio moral general según el
cual la secesión estaría justificada si sirviese para recuperar un
territorio anexionado injustamente, que se remontase tan atrás en el
tiempo, resultaría inaceptable. Provocaría una inestabilidad política
masiva y, casi con toda seguridad, una violencia generalizada. También
considero que es relativamente indiscutible que los catalanes no están
sufriendo violaciones de sus derechos humanos fundamentales por parte
del Estado español.
Me centraré en la aplicabilidad del tercer y cuarto tipo de injusticias. La acusación de redistribución discriminatoria se expresa a menudo de manera retóricamente dramática y tal vez exagerada con el lema “España nos roba”. Quienes alegan esto a veces pasan por alto el hecho de que en prácticamente todos los Estados comprometidos con el bienestar de la totalidad de sus ciudadanos habrá una considerable redistribución entre regiones. (...) A menos que rechacemos la idea misma del Estado de bienestar, debemos aceptar la redistribución. La verdadera cuestión es determinar cuándo la redistribución es injusta o discriminatoria. Algunos defensores de la independencia de Cataluña aportan datos que demuestran que Cataluña paga más y recibe menos que algunas regiones más ricas.
Si esto es cierto, hay que explicar algunas cosas. En igualdad de condiciones, la redistribución dentro del Estado debería ser progresiva y coherente. De lo contrario, la reciente negativa por parte del Gobierno español a renegociar su política fiscal respecto a Cataluña, situada en el contexto de una larga historia de quejas de redistribución discriminatoria, confiere mayor peso a la reivindicación de independencia según la versión de la teoría del derecho corrector que sostengo en este libro. Demostrar que la redistribución discriminatoria está teniendo lugar y que es lo suficientemente grave como para justificar la respuesta radical de la secesión unilateral es más difícil de lo que admiten quienes alegan que es lo que está sucediendo en Cataluña.
Un argumento contundente a favor del derecho de Cataluña a la secesión no consensuada puede alegarse sobre la base de que España no ha demostrado buena fe a la hora de responder a las demandas de mayor autonomía intraestatal. Para valorar por qué esto es así es necesario entender la dinámica de los procesos que conducen a una demanda popular de independencia. Simplificando, se trata de lo siguiente: un grupo descontento de una parte del Estado se moviliza para lograr más control sobre sus asuntos; para incrementar sus competencias de autogobierno. El Estado o bien ignora sus peticiones o bien les concede cierta autonomía intraestatal, pero en la práctica incumple el acuerdo. En consecuencia, muchos autonomistas se vuelven secesionistas. Entonces, el Estado reacciona duramente ante las demandas de independencia y los secesionistas se vuelven todavía más convencidos.
La cuestión es que ambos bandos tienen razones para desconfiar. La falta de confianza puede malograr la que, por otra parte, sería una solución satisfactoria: un acuerdo autonómico intraestatal que conceda al grupo regional descontento competencias considerables de autogobierno y permita al Estado conservar la soberanía sobre la región. Dada la reciente derogación por parte del Tribunal Constitucional de una serie de disposiciones del Estatuto de autonomía y las intervenciones de España en la política lingüística catalana, es bastante razonable concluir que las perspectivas de un régimen de autonomía viable son poco halagüeñas.
En el otro plato de la balanza, resulta bastante razonable que a
España le preocupe que, en caso de responder afirmativamente a la
demanda de mayor autonomía de Cataluña, a dicha demanda le siga otra y
que, al final, no le satisfaga nada que no sea la independencia. No veo
otra forma de resolver este problema de seguridad bilateral que no sea
con la ayuda de una tercera parte independiente capaz de respaldar el
proceso de negociación de autonomía intraestatal, de controlar que ambas
partes cumplan con los términos del acuerdo y de proporcionar
incentivos efectivos para que ambas partes cumplan. En el caso de
Cataluña, la candidata evidente es la UE.
Concretamente, creo que no sería razonable esperar que los autonomistas catalanes se conformasen con acuerdos de autonomía que puedan ser anulados por las resoluciones de un Tribunal Constitucional al que consideran comprometido con una España unitaria y centralista. Si España no está dispuesta a comprometerse realmente con una renegociación de las competencias de autogobierno de Cataluña dentro del seno del Estado, ello incrementará los argumentos a favor de un derecho a la secesión no consensuada. Desde el bando catalán, la buena fe debería incluir un compromiso firme con el Estado de bienestar de España, lo que significa reconocer que cualquier acuerdo autonómico que pueda surgir del diálogo debería ser compatible con el hecho de que Cataluña aporte la parte que le corresponda al sostenimiento del bienestar de todos los afectados.
Los argumentos a favor de replantearse las fronteras estatales no se basan únicamente en consideraciones prácticas acerca del incremento de la seguridad y de una mayor libertad de mercado; también tienen sentido desde el punto de vista de los valores democráticos ya que, al menos en algunos casos, la democracia funciona mejor a menor escala.
Algunos secesionistas catalanes apuntan que si una mayoría de catalanes quiere la independencia, el respeto a la democracia exige que les sea concedida. Sin embargo, esto es demasiado precipitado. (...) Existen dos objeciones democráticas fundamentales para apelar a los valores democráticos como justificación de la secesión mediante un plebiscito local. En primer lugar, si la secesión fuese así de sencilla, se correría el riesgo de que la amenaza de la misma fuese utilizada como instrumento de negociación estratégica para minar la toma de decisiones democrática. Al amenazar de manera creíble con abandonar el Estado, una minoría podría, en la práctica, ejercer un veto siempre que los procedimientos democráticos pudiesen producir un resultado no deseado por ella.
En segundo lugar, para que la democracia funcione, lo razonable es que los ciudadanos esperen reciprocidad; tienen que tener la seguridad de que si hoy pierden, mañana ganarán, y tienen que tener suficiente conocimiento sobre sus conciudadanos y sobre sus valores y preferencias para predecir que también ellos aceptarán los resultados de los procedimientos democráticos. Si los límites del sistema de Gobierno fuesen demasiado inciertos, es decir, si pudiesen crearse nuevos Estados cada vez que se formase una mayoría en una zona de un Estado existente, los ciudadanos no gozarían de la garantía de reciprocidad necesaria porque, en tal caso, sería impredecible saber quiénes son sus conciudadanos. (...) Por tanto, no existe un argumento sencillo basado en la democracia a favor de la justificación de la secesión de Cataluña. Sin embargo, el compromiso con la democracia bien entendida sí exige que España se muestre dispuesta bien a dar cabida a un estatus autonómico más sólido y estable para Cataluña o bien a pactar una secesión negociada.
Las diferentes teorías del derecho corrector reconocen una serie más extensa o más reducida de injusticias que dan origen al derecho a la secesión. Mi propia versión de la teoría del derecho corrector reconoce cuatro tipos distintos de injusticia: (i) anexión injusta del territorio de un Estado soberano, (ii) violaciones a gran escala de derechos humanos fundamentales, (iii) redistribución discriminatoria continuada y grave (distribución de los recursos del Estado que perjudica de manera injusta a una región determinada) y (iv) vulneración por parte del Estado de las obligaciones del régimen autonómico intraestatal o la negativa continuada a negociar una forma de autonomía intraestatal adecuada (...)
La perspectiva de una autonomía viable es muy poco halagüeña
tras la sentencia del TC y la intervención lingüística
Me centraré en la aplicabilidad del tercer y cuarto tipo de injusticias. La acusación de redistribución discriminatoria se expresa a menudo de manera retóricamente dramática y tal vez exagerada con el lema “España nos roba”. Quienes alegan esto a veces pasan por alto el hecho de que en prácticamente todos los Estados comprometidos con el bienestar de la totalidad de sus ciudadanos habrá una considerable redistribución entre regiones. (...) A menos que rechacemos la idea misma del Estado de bienestar, debemos aceptar la redistribución. La verdadera cuestión es determinar cuándo la redistribución es injusta o discriminatoria. Algunos defensores de la independencia de Cataluña aportan datos que demuestran que Cataluña paga más y recibe menos que algunas regiones más ricas.
Si esto es cierto, hay que explicar algunas cosas. En igualdad de condiciones, la redistribución dentro del Estado debería ser progresiva y coherente. De lo contrario, la reciente negativa por parte del Gobierno español a renegociar su política fiscal respecto a Cataluña, situada en el contexto de una larga historia de quejas de redistribución discriminatoria, confiere mayor peso a la reivindicación de independencia según la versión de la teoría del derecho corrector que sostengo en este libro. Demostrar que la redistribución discriminatoria está teniendo lugar y que es lo suficientemente grave como para justificar la respuesta radical de la secesión unilateral es más difícil de lo que admiten quienes alegan que es lo que está sucediendo en Cataluña.
Un argumento contundente a favor del derecho de Cataluña a la secesión no consensuada puede alegarse sobre la base de que España no ha demostrado buena fe a la hora de responder a las demandas de mayor autonomía intraestatal. Para valorar por qué esto es así es necesario entender la dinámica de los procesos que conducen a una demanda popular de independencia. Simplificando, se trata de lo siguiente: un grupo descontento de una parte del Estado se moviliza para lograr más control sobre sus asuntos; para incrementar sus competencias de autogobierno. El Estado o bien ignora sus peticiones o bien les concede cierta autonomía intraestatal, pero en la práctica incumple el acuerdo. En consecuencia, muchos autonomistas se vuelven secesionistas. Entonces, el Estado reacciona duramente ante las demandas de independencia y los secesionistas se vuelven todavía más convencidos.
La cuestión es que ambos bandos tienen razones para desconfiar. La falta de confianza puede malograr la que, por otra parte, sería una solución satisfactoria: un acuerdo autonómico intraestatal que conceda al grupo regional descontento competencias considerables de autogobierno y permita al Estado conservar la soberanía sobre la región. Dada la reciente derogación por parte del Tribunal Constitucional de una serie de disposiciones del Estatuto de autonomía y las intervenciones de España en la política lingüística catalana, es bastante razonable concluir que las perspectivas de un régimen de autonomía viable son poco halagüeñas.
Un argumento contundente a favor del derecho de
Cataluña a la secesión no consensuada se basa en que España no ha
demostrado buena fe al responder a las demandas de mayor autonomía
intraestatal
Concretamente, creo que no sería razonable esperar que los autonomistas catalanes se conformasen con acuerdos de autonomía que puedan ser anulados por las resoluciones de un Tribunal Constitucional al que consideran comprometido con una España unitaria y centralista. Si España no está dispuesta a comprometerse realmente con una renegociación de las competencias de autogobierno de Cataluña dentro del seno del Estado, ello incrementará los argumentos a favor de un derecho a la secesión no consensuada. Desde el bando catalán, la buena fe debería incluir un compromiso firme con el Estado de bienestar de España, lo que significa reconocer que cualquier acuerdo autonómico que pueda surgir del diálogo debería ser compatible con el hecho de que Cataluña aporte la parte que le corresponda al sostenimiento del bienestar de todos los afectados.
Secesión (Ariel), de Allen Buchanan, se edita el 6 de junio. 320 páginas. 24,90 euros.
http://politica.elpais.com/politica/2013/05/24/actualidad/1369396168_202422.html
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